Cuando san Agustín escribía sus Soliloquios.
Cuando el último soldado alemán se desmoronaba de asco
y de impotencia.
Cuando las guerras púnicas
y las mujeres abofeteadas en el descansillo de una escalera,
entonces,
cuando san Agustín escribía La Ciudad de Dios con una mano
y con la otra tomaba notas a fin de combatir las herejías,
precisamente entonces,
cuando ser prisionero de guerra no significaba la muerte,
sino la casualidad de encontrarse vivo,
cuando las pérfidas mujeres inviolables se dedicaban
a reparar las constelaciones deterioradas
y los encendedores automáticos desfallecían de póstuma ternura,
entonces, ya lo he dicho,
san Agustín andaba corrigiendo las pruebas de su
Enchiridion ad Laurentium
y los soldados alemanes se orinaban encima de los niños
recién bombardeados.
Triste, triste es el mundo,
como una muchacha huérfana de padre
a quien los salteadores de abrazos sujetan contra un muro.
Muchas veces hemos pretendido que la soledad
de los hombres se llenase de lágrimas.
Muchas veces, infinitas veces hemos dejado de dar la mano
y no hemos conseguido otra cosa que unas cuantas arenillas
pertinazmente intercaladas entre los dientes.
Oh si san Agustín se hubiese enterado de que la diplomacia europea
andaba comprometida con artistas de variétés
de muy dudosa reputación,
y que el ejército norteamericano acostumbraba recibir
paquetes donde la más ligera falta de ortografía
era aclamada como venturoso presagio de la libertad
de los pueblos oprimidos por el endoluminismo.
Voy a llorar de tanta pierna rota
y de tanto cansancio que se advierte
en los poetas menores de dieciocho años.
Nunca se ha conocido un desastre igual.
Hasta las Hermanas de la Caridad hablan de crisis
y se escriben gruesos volúmenes sobre la decadencia
del jabón de afeitar entre los esquimales.
Decid adónde vamos a parar con tanta angustia
y tanto dolor de padres desconocidos entre sí.
Cuando san Agustín se entere de que los teléfonos
automáticos han dejado de funcionar
y de que las tarifas contra incendios se han ocultado
tímidamente en la cabellera de las muchachitas rubias,
ah entonces, cuando san Agustín sepa todo
un gran rayo descenderá sobre la tierra y en un abrir
y cerrar de ojos nos volveremos todos idiotas.
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