A veces el verano traía mucha prisa
y un extraño bochorno me llenaba de inquietud desconocida.
Porque yo era un pan apenas fermentado
y un vello lacio y ralo me caía por el mentón abajo.
Me escapaba de casa a la hora en que ronda la siesta
y bajaba hasta el río donde la muchacha agreste,
que tal vez creía o tal vez no creía que nadie la miraba,
cuidaba las cabras y a veces se bañaba desnuda
en las aguas tibias del río que ya estaban en calma.
Yo llevaba una vara de caña y un sedal y un anzuelo y me iba
acercando.
Me mezclaba diluido en la sombra de los álamos tiernos, como
disimulando.
Ella sabía que yo la estaba viendo, y se mostraba mezclando el
orgullo con el miedo.
Pero luego buscaba un refugio entre cañas:
veía venir a los hombres del campo
con la azada colgada del hombro y la boina raída calada;
el color de la tierra en las manos
y de la ceniza en el sudor de su rostro pagano.
Yo volvía a la plaza del pueblo a sentarme a la sombra
del enorme negrillo de junto a la iglesia, sintiendo vergüenza.
Y en el otro verano, cuando yo ya había vuelto huyendo
de la ciudad siniestra, de la ciudad sin árboles, ni prados,
ni campos, sin viñas, sin manzanos… y seguía con el vello
que apenas si había continuado brotando, y los granos de la cara
que luchaban entre ellos por encontrar espacio,
fui a sentarme a la sombra del vieja negrillo, en la plaza,
y vi pasar a la agreste muchacha de las cabras
con la barriga ancha.
Me acordé del cabrón que solícito hendía a las cabras
y pensé en los hombres de la azada en el hombro y la boina calada.
Aunque estaba a la sombra del viejo negrillo
y el calor no era fuerte porque el verano
venía aquel año con cierto retraso,
yo sentía bochorno de saber que era nuevo
y no entendía nada de las cosas extrañas que tiene la vida.
Regresé con la intriga reflejada en la cara, desterrado,
a la vieja ciudad con murallas, con las calles pobladas de arcadas,
con hileras de luz macilenta; sin viñas, sin campos,
sin ríos, sin rojas manzanas
donde sólo veía las nubes compactas, cual vellones de lana,
si salía a los bordes confusos donde empieza el campo
y la ciudad se acaba. Y buscaba anhelante a la agreste muchacha
cuidando a las cabras. Pero ni ella ni las cabras estaban.
Y yo seguía siendo un pan apenas fermentado
y un vello lacio y ralo me caía por el mentón abajo.
2 comentarios:
Lo mejor de Pavese, su último mensaje antes de su suicidio.
"Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No chismorreen demasiado"
Pavese, siempre encerrado en su propia soledad.
¡Le habrá encantado tu poema en prosa!
Un abrazo
Hola, Octavio, ¡pero que bien escribes! más que "prosía" es pura filosofia.
Un cordial saludo.
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