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miércoles, 25 de enero de 2012
sábado, 4 de septiembre de 2010
martes, 2 de marzo de 2010
Caciones de amor esperanzadas.
Si, ya fuera al azar, ya de ex profeso,
buscando en río revuelto de los días,
hallé tu nombre grabado entre las piedras:
¿Qué puedo hacer sino tenerlo
enquistado en mis labios, pronunciarlo,
darle vuelta al revés hasta gastarlo
y hasta beberlo e incorporarlo
al clima urente que me envuelve?
Emborracharme de sílabas y letras,
deletrear con fruición cada fonema,
deleitarme en su cándido latido,
sabiendo que estás en él y que despierta,
con la huella esculpida en esa piedra,
una llamarada urgente hacia tus señas.
*****
En el principio fue el Ángel
que voló lejos de mí sin previo aviso
y me dejó desposeído
de la herencia del Verbo.
(El verbo amar, estoy diciendo)
Y todo fue soledad en un momento
tan cenital de la existencia.
Un suspiro, un instante
en que se urde, sobre la carne virgen,
la semblanza de un ser que despereza,
que nace y que germina.
Quiso un dios o el azar que tú llegases.
(Cosas, supongo, del destino).
Yo vagaba al azar por lo inconcreto.
Me miraste a los ojos fijamente y, sin hablarme,
yo sé que me dijiste:
“Líquidos están tus ojos y velada la voz
por sombras de abandono”.
Samaritana de fe, te me acercaste
y ungiste con tu mano la herida.
Y no hubo ya tiempos ni arcanos:
sólo lágrimas y besos
formando un nuevo amnios
en que nos sumergimos.
Vergel y lluvia para la tierra seca.
Oasis de sombra entre las dunas.
Me así al cuenco tibio de tu mano
y nunca, ni cruces de caminos,
bifurcaciones titubeantes,
abrieron las distancias.
Sólo un imán, una brújula, un destino.
Y hoy, que tu mano recorre mis arrugas
y mis canas
con la turgente fuerza de tu ánimo,
tropiezo, sí, soy inseguro,
pero me ato a ti,
sigo singlando el rumbo
con ánimo o con miedo,
pero asido al gozo de tu mano.
Ese bordón que me eleva y que me guía,
desde un ayer
que ya es hoy
y que será mañana…todavía.
buscando en río revuelto de los días,
hallé tu nombre grabado entre las piedras:
¿Qué puedo hacer sino tenerlo
enquistado en mis labios, pronunciarlo,
darle vuelta al revés hasta gastarlo
y hasta beberlo e incorporarlo
al clima urente que me envuelve?
Emborracharme de sílabas y letras,
deletrear con fruición cada fonema,
deleitarme en su cándido latido,
sabiendo que estás en él y que despierta,
con la huella esculpida en esa piedra,
una llamarada urgente hacia tus señas.
*****
En el principio fue el Ángel
que voló lejos de mí sin previo aviso
y me dejó desposeído
de la herencia del Verbo.
(El verbo amar, estoy diciendo)
Y todo fue soledad en un momento
tan cenital de la existencia.
Un suspiro, un instante
en que se urde, sobre la carne virgen,
la semblanza de un ser que despereza,
que nace y que germina.
Quiso un dios o el azar que tú llegases.
(Cosas, supongo, del destino).
Yo vagaba al azar por lo inconcreto.
Me miraste a los ojos fijamente y, sin hablarme,
yo sé que me dijiste:
“Líquidos están tus ojos y velada la voz
por sombras de abandono”.
Samaritana de fe, te me acercaste
y ungiste con tu mano la herida.
Y no hubo ya tiempos ni arcanos:
sólo lágrimas y besos
formando un nuevo amnios
en que nos sumergimos.
Vergel y lluvia para la tierra seca.
Oasis de sombra entre las dunas.
Me así al cuenco tibio de tu mano
y nunca, ni cruces de caminos,
bifurcaciones titubeantes,
abrieron las distancias.
Sólo un imán, una brújula, un destino.
Y hoy, que tu mano recorre mis arrugas
y mis canas
con la turgente fuerza de tu ánimo,
tropiezo, sí, soy inseguro,
pero me ato a ti,
sigo singlando el rumbo
con ánimo o con miedo,
pero asido al gozo de tu mano.
Ese bordón que me eleva y que me guía,
desde un ayer
que ya es hoy
y que será mañana…todavía.
jueves, 18 de febrero de 2010
Prosía. (A Cesare Pavese).
A veces el verano traía mucha prisa
y un extraño bochorno me llenaba de inquietud desconocida.
Porque yo era un pan apenas fermentado
y un vello lacio y ralo me caía por el mentón abajo.
Me escapaba de casa a la hora en que ronda la siesta
y bajaba hasta el río donde la muchacha agreste,
que tal vez creía o tal vez no creía que nadie la miraba,
cuidaba las cabras y a veces se bañaba desnuda
en las aguas tibias del río que ya estaban en calma.
Yo llevaba una vara de caña y un sedal y un anzuelo y me iba
acercando.
Me mezclaba diluido en la sombra de los álamos tiernos, como
disimulando.
Ella sabía que yo la estaba viendo, y se mostraba mezclando el
orgullo con el miedo.
Pero luego buscaba un refugio entre cañas:
veía venir a los hombres del campo
con la azada colgada del hombro y la boina raída calada;
el color de la tierra en las manos
y de la ceniza en el sudor de su rostro pagano.
Yo volvía a la plaza del pueblo a sentarme a la sombra
del enorme negrillo de junto a la iglesia, sintiendo vergüenza.
Y en el otro verano, cuando yo ya había vuelto huyendo
de la ciudad siniestra, de la ciudad sin árboles, ni prados,
ni campos, sin viñas, sin manzanos… y seguía con el vello
que apenas si había continuado brotando, y los granos de la cara
que luchaban entre ellos por encontrar espacio,
fui a sentarme a la sombra del vieja negrillo, en la plaza,
y vi pasar a la agreste muchacha de las cabras
con la barriga ancha.
Me acordé del cabrón que solícito hendía a las cabras
y pensé en los hombres de la azada en el hombro y la boina calada.
Aunque estaba a la sombra del viejo negrillo
y el calor no era fuerte porque el verano
venía aquel año con cierto retraso,
yo sentía bochorno de saber que era nuevo
y no entendía nada de las cosas extrañas que tiene la vida.
Regresé con la intriga reflejada en la cara, desterrado,
a la vieja ciudad con murallas, con las calles pobladas de arcadas,
con hileras de luz macilenta; sin viñas, sin campos,
sin ríos, sin rojas manzanas
donde sólo veía las nubes compactas, cual vellones de lana,
si salía a los bordes confusos donde empieza el campo
y la ciudad se acaba. Y buscaba anhelante a la agreste muchacha
cuidando a las cabras. Pero ni ella ni las cabras estaban.
Y yo seguía siendo un pan apenas fermentado
y un vello lacio y ralo me caía por el mentón abajo.
y un extraño bochorno me llenaba de inquietud desconocida.
Porque yo era un pan apenas fermentado
y un vello lacio y ralo me caía por el mentón abajo.
Me escapaba de casa a la hora en que ronda la siesta
y bajaba hasta el río donde la muchacha agreste,
que tal vez creía o tal vez no creía que nadie la miraba,
cuidaba las cabras y a veces se bañaba desnuda
en las aguas tibias del río que ya estaban en calma.
Yo llevaba una vara de caña y un sedal y un anzuelo y me iba
acercando.
Me mezclaba diluido en la sombra de los álamos tiernos, como
disimulando.
Ella sabía que yo la estaba viendo, y se mostraba mezclando el
orgullo con el miedo.
Pero luego buscaba un refugio entre cañas:
veía venir a los hombres del campo
con la azada colgada del hombro y la boina raída calada;
el color de la tierra en las manos
y de la ceniza en el sudor de su rostro pagano.
Yo volvía a la plaza del pueblo a sentarme a la sombra
del enorme negrillo de junto a la iglesia, sintiendo vergüenza.
Y en el otro verano, cuando yo ya había vuelto huyendo
de la ciudad siniestra, de la ciudad sin árboles, ni prados,
ni campos, sin viñas, sin manzanos… y seguía con el vello
que apenas si había continuado brotando, y los granos de la cara
que luchaban entre ellos por encontrar espacio,
fui a sentarme a la sombra del vieja negrillo, en la plaza,
y vi pasar a la agreste muchacha de las cabras
con la barriga ancha.
Me acordé del cabrón que solícito hendía a las cabras
y pensé en los hombres de la azada en el hombro y la boina calada.
Aunque estaba a la sombra del viejo negrillo
y el calor no era fuerte porque el verano
venía aquel año con cierto retraso,
yo sentía bochorno de saber que era nuevo
y no entendía nada de las cosas extrañas que tiene la vida.
Regresé con la intriga reflejada en la cara, desterrado,
a la vieja ciudad con murallas, con las calles pobladas de arcadas,
con hileras de luz macilenta; sin viñas, sin campos,
sin ríos, sin rojas manzanas
donde sólo veía las nubes compactas, cual vellones de lana,
si salía a los bordes confusos donde empieza el campo
y la ciudad se acaba. Y buscaba anhelante a la agreste muchacha
cuidando a las cabras. Pero ni ella ni las cabras estaban.
Y yo seguía siendo un pan apenas fermentado
y un vello lacio y ralo me caía por el mentón abajo.
sábado, 6 de febrero de 2010
Y el tren partía...
Un abismo final que se interpone
cuando busco en la mirada tuya
esa tristeza azul de la sonrisa
que nace acobardada.
El calor del tacto conocido;
una mano que queda abandonada
al último contacto; que se desliza
y se enfría entre la escarcha
de una piel pálida y tersa.
Un hola y un adiós que se saludan
y huyen hurtando las palabras
perdidos en la sombra
de un día sin mañana.
Una lágrima quebrada
a punto de brotar y que se esconde
detrás del último suspiro
de una noche que no espera una alborada.
Se cierra una ventana;
huye un tren borrado entre cellisca.
Ese tren que siempre escapa;
que parece amainar mas nunca para.
Un pitido brutal que rompe el viento.
Un potro desbocado corriendo por el pecho
del que espera en el andén de luces apagadas.
No había llegado la luz
y el tren partía.
No había empezado a ser
y ya no era.
Un crujido de hielo en las entrañas.
Una ciudad hierática y vacía;
una sombra que se alarga hacia la nada
cuando en reloj se rompe en campanadas.
Eran las ocho y diez y el tren partía.
viernes, 18 de diciembre de 2009
PAZ

He plantado en el huerto un olivo
esperando
que una tórtola nueva
refrene su vuelo, detenga su marcha
y construya en las ramas su nido.
He dejado un arriate de tierra sembrado de flores,
de unas flores nuevas, de nueva esperanza;
esperanza a que llegue el rocío y las llene
de nuevos colores, de colores vivos.
Que no sean las flores que adornan las tumbas;
que se extienda en el huerto reseco un aroma
que avive de nuevo el sentido.
Ahora mismo, en el justo momento
en que dobla el camino su ruta,
y un recodo me nubla la vista;
cuando suena tenaz la sirena
que anuncia que está cerca la hora en que parte
el último navío.
Te has sentado a mi lado en la hierba y, jugando,
han peinado tus dedos mis canas;
ha temblado tu aliento en mi oído.
Y he notado
que la única paz que me queda se encierra
en el cuenco breve de tu mano tibia.
He mirado al olivo y he visto
que la tórtola ha roto una rama y que vuela
orgullosa, sin plomo en las alas,
con la rama de olivo en su pico.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
FELIZ NAVIDAD, de parte de Ángela Figuera
Niño-dios
Villancico para cantar cualquier día del año.
TENEMOS que ir a verle.
Él es un niño-dios.
Nació en la casa apuntalada.
(No es Navidad en las iglesias.)
Él es un niño-dios.
Su padre gana poco y bebe mucho.
(Las varas no florecen en su mano.)
Él es un niño-dios.
Su madre va por las esquinas.
(Jamás ha visto ningún ángel.)
Él es un niño-dios.
No tiene cuna ni pesebre,
ni hay buey ni mula. (Sólo un gato.)
Él es un niño-dios.
No irán pastores a adorarle.
No habrá presente de los Magos.
(Falta la estrella que los guíe.)
Él es un niño-dios.
Hay mil herodes que lo acechan,
no hay un Egipto que lo acoja.
La cruz le espera a cada paso.
Él es un niño-dios.
Nació en la casa apuntalada,
es feo, triste y malpocado.
Pero tenemos que ir a verle;
besar sus pies desnudos
(acaso nos perdone nuestras culpas),
porque es un niño-dios.
Ángela Figuera.
Villancico para cantar cualquier día del año.
TENEMOS que ir a verle.
Él es un niño-dios.
Nació en la casa apuntalada.
(No es Navidad en las iglesias.)
Él es un niño-dios.
Su padre gana poco y bebe mucho.
(Las varas no florecen en su mano.)
Él es un niño-dios.
Su madre va por las esquinas.
(Jamás ha visto ningún ángel.)
Él es un niño-dios.
No tiene cuna ni pesebre,
ni hay buey ni mula. (Sólo un gato.)
Él es un niño-dios.
No irán pastores a adorarle.
No habrá presente de los Magos.
(Falta la estrella que los guíe.)
Él es un niño-dios.
Hay mil herodes que lo acechan,
no hay un Egipto que lo acoja.
La cruz le espera a cada paso.
Él es un niño-dios.
Nació en la casa apuntalada,
es feo, triste y malpocado.
Pero tenemos que ir a verle;
besar sus pies desnudos
(acaso nos perdone nuestras culpas),
porque es un niño-dios.
Ángela Figuera.
lunes, 7 de diciembre de 2009
Música de aldaba. Blanca Sarasua.

Posibles soluciones.
Entra un ego apestando a colonia
y se abanica con sus iniciales,
así que hay dos opciones:
hacer un curso rápido de palafrén censuario
o vacunarse contra la estulticia
B. S.
Cuando uno termina de leer el libro Música de aldaba, de Blanca Sarasua, no puede por menos que sentir como una bocanada de aire fresco que le reconforta y le devuelve la fe en la poesía. Ella ha conquistado la gran dificultad de la sencillez. Sin retóricas apabullantes, sin imágenes truculentas, sin pirotecnias, su “verso fluye de manantial sereno”.
Como las palabras son el vehículo en el que viajan las ideas, cuando las palabras son claras, precisas, exactas, las ideas viajan cómodas y se muestran directas a la vez que profundas. Así ocurre con Blanca Sarasua.
Como la poesía también se escribe desde la envidia, no tengo ningún reparo en admitir que, a mí, cuando aprenda a escribir, me gustaría hacerlo como lo hace Blanca Sarasua.
Entra un ego apestando a colonia
y se abanica con sus iniciales,
así que hay dos opciones:
hacer un curso rápido de palafrén censuario
o vacunarse contra la estulticia
B. S.
Cuando uno termina de leer el libro Música de aldaba, de Blanca Sarasua, no puede por menos que sentir como una bocanada de aire fresco que le reconforta y le devuelve la fe en la poesía. Ella ha conquistado la gran dificultad de la sencillez. Sin retóricas apabullantes, sin imágenes truculentas, sin pirotecnias, su “verso fluye de manantial sereno”.
Como las palabras son el vehículo en el que viajan las ideas, cuando las palabras son claras, precisas, exactas, las ideas viajan cómodas y se muestran directas a la vez que profundas. Así ocurre con Blanca Sarasua.
Como la poesía también se escribe desde la envidia, no tengo ningún reparo en admitir que, a mí, cuando aprenda a escribir, me gustaría hacerlo como lo hace Blanca Sarasua.
jueves, 3 de diciembre de 2009
El ser y la palabra.
No me busquéis nunca escondido
detrás de las disculpas,
mas concededme al menos
el beneficio de la duda.
No soy un hombre al uso
que sigue la corriente
sin formular preguntas.
Mi mundo es este mundo, en él habito,
y me interesa su ser explícito,
su cotidiano acontecer. Pero aún así
yo busco un mundo que se oculta
al otro lado del ser y la palabra.
Sorprender al tiempo escondido en una esquina
y retenerlo en una imagen
aunque sean necesarias más de mil palabras.
Y donde dice nido, leo casa;
y donde dice casa, leo fuego;
y donde dice fuego, leo amor;
y donde dice amor, leo mil ansias.
(Ni el pan es tan pan como predican,
ni hay un vino tan vino ni tan puro
que no admita un beso con el agua).
Mi oficio es descifrar misterios,
iluminar palabras que me digan
lo que yo sueño que digan.
detrás de las disculpas,
mas concededme al menos
el beneficio de la duda.
No soy un hombre al uso
que sigue la corriente
sin formular preguntas.
Mi mundo es este mundo, en él habito,
y me interesa su ser explícito,
su cotidiano acontecer. Pero aún así
yo busco un mundo que se oculta
al otro lado del ser y la palabra.
Sorprender al tiempo escondido en una esquina
y retenerlo en una imagen
aunque sean necesarias más de mil palabras.
Y donde dice nido, leo casa;
y donde dice casa, leo fuego;
y donde dice fuego, leo amor;
y donde dice amor, leo mil ansias.
(Ni el pan es tan pan como predican,
ni hay un vino tan vino ni tan puro
que no admita un beso con el agua).
Mi oficio es descifrar misterios,
iluminar palabras que me digan
lo que yo sueño que digan.
viernes, 27 de noviembre de 2009
A Juan de Yepes
Feliz aquel que “alza el vuelo hasta alcanzar la caza*”
y no le arredran las heridas de las zarzas.
Dichoso el que osa mirar tras de las puertas entornadas
y aguza la mirada en busca del reflejo
de la luz más diáfana y más clara.
Bendito aquel a quien sorprende el día,
“aunque es de noche*”;
que no le paran ni hierros ni cerrojos
que ocultan el sol de las mañanas nuevas.
Que trepa por el gótico de piedra;
una piedra de aristas y de ojivas,
que se torna hoguera y llama,
en busca de la serena sonrisa del arcángel.
Romper la piedra con la fuerza oculta
de un pensamiento que taladra y que descubre
el envés del silencio y de la sombra.
Un silencio que brota de estar solo;
solo consigo en sí y en la conciencia,
transcurriendo
por una sonorosa senda serenada..
Dichoso el que piensa que mira desde afuera,
el que cree distanciarse,
y en el instante mismo se percata
que una fuerza vivaz le va absorbiendo.
Dichosa la cúspide del alma que se pierde
en brazos del azul y la distancia.
Dichosa la paz del Verbo hecho palabra.
*Juan de Yepes.
y no le arredran las heridas de las zarzas.
Dichoso el que osa mirar tras de las puertas entornadas
y aguza la mirada en busca del reflejo
de la luz más diáfana y más clara.
Bendito aquel a quien sorprende el día,
“aunque es de noche*”;
que no le paran ni hierros ni cerrojos
que ocultan el sol de las mañanas nuevas.
Que trepa por el gótico de piedra;
una piedra de aristas y de ojivas,
que se torna hoguera y llama,
en busca de la serena sonrisa del arcángel.
Romper la piedra con la fuerza oculta
de un pensamiento que taladra y que descubre
el envés del silencio y de la sombra.
Un silencio que brota de estar solo;
solo consigo en sí y en la conciencia,
transcurriendo
por una sonorosa senda serenada..
Dichoso el que piensa que mira desde afuera,
el que cree distanciarse,
y en el instante mismo se percata
que una fuerza vivaz le va absorbiendo.
Dichosa la cúspide del alma que se pierde
en brazos del azul y la distancia.
Dichosa la paz del Verbo hecho palabra.
*Juan de Yepes.
sábado, 14 de noviembre de 2009
A César Vallejo
A mí me dirán
que tengo mil siglos clavados en el alma,
y sin embargo yo sé que soy un libro abierto.
Puede, incluso, que se acerquen
a diseccionarme inútilmente.
A veces me lo han dicho: -¡Llegó la primavera!-
y sólo por que hay un abril adolescente
y una sombra a que acogerse en el sol que más calienta.
Otras veces, los apóstoles del miedo, me asustan y me dicen:
-Al mundo lo están matando entre la angustia y el tedio-
Mientras tanto, yo sólo sé que voy conmigo,
que a ratos soy cobarde, a ratos mortecino;
que sudo en verano y tengo sed;
que moriré en abril, en junio o en domingo,
“una noche en Bilbao con sirimiri”.
Y todos los que van así, con mi mismo tiempo
y mi camino, saben adónde va este triste
y cansado peregrino. ¿O es que acaso
no hay mil siglos clavadosen cada hijo de vecino?
Yo sólo sé que soy un hombre que siente hambre,
que no sabe a ciencia cierta su destino;
que le crecen sarmientos en el alma
y que le explota el tiempo contra el pecho.
Hasta hay quien se pone lírico y me dice:
-Esa armonía, ese silencio que rueda por las cosas...--
¿Y qué me importa a mí, si estoy llorando?
que tengo mil siglos clavados en el alma,
y sin embargo yo sé que soy un libro abierto.
Puede, incluso, que se acerquen
a diseccionarme inútilmente.
A veces me lo han dicho: -¡Llegó la primavera!-
y sólo por que hay un abril adolescente
y una sombra a que acogerse en el sol que más calienta.
Otras veces, los apóstoles del miedo, me asustan y me dicen:
-Al mundo lo están matando entre la angustia y el tedio-
Mientras tanto, yo sólo sé que voy conmigo,
que a ratos soy cobarde, a ratos mortecino;
que sudo en verano y tengo sed;
que moriré en abril, en junio o en domingo,
“una noche en Bilbao con sirimiri”.
Y todos los que van así, con mi mismo tiempo
y mi camino, saben adónde va este triste
y cansado peregrino. ¿O es que acaso
no hay mil siglos clavadosen cada hijo de vecino?
Yo sólo sé que soy un hombre que siente hambre,
que no sabe a ciencia cierta su destino;
que le crecen sarmientos en el alma
y que le explota el tiempo contra el pecho.
Hasta hay quien se pone lírico y me dice:
-Esa armonía, ese silencio que rueda por las cosas...--
¿Y qué me importa a mí, si estoy llorando?
martes, 10 de noviembre de 2009
A Vicente Huidobro
Sé que no es bastante romper la cáscara del yo que nos envuelve para enlazar con el cosmos que a todos nos alberga.
Emito seudópodos que exploran el entorno por si hallaran alguna calidez de luz y sólo encuentran desiertos de carámbanos.
La calle es un glaciar inerte, que no para ni muestra el sentido del camino.
Ni rastro de señales luminosas.
Incluso las ventanas a las que me acerco, ofrecen un horizonte cercenado por las rejas.
Está cerrada el ágora y el clima que la envuelve es una tibia linfa que asfixia y adormece.
Momentos de lucidez parecen dar alguna clave y es por ello que persevero y sigo.
Te busco a ti y te digo que tú también, antes del amanecer, buscabas transparencias que mostraran un rincón para el abrigo.
Una isla de intimidad para el contacto.
Un testimonio vivo.
Mas, tú, cierras los ojos y te muestras ausente.
Hoy me siento víctima de un fluir efímero, preñado de metáforas;
me nace un vendaval de imágenes sin hilo, sin Ariadna,
como racimos de ruidos que empañan los silencios.
Hoy me crece la duda incluso de mi mismo,
del ciego-necio filosofar con el que escribo.
Me duele ser un hombre
herido de palabras, sin palabras,
flores de plástico, maniquís de escaparate,
humo en revolución yendo despacio a un Septentrión amargo.
Apenas si amanece y ya me muestro terco perseguidor del invento de la nada.
No sé si sólo soy un verso en carne y hueso,
magro de médula y sustancia,
vespertino crepúsculo de tripas y nostalgias.
Un charlatán que vende abalorios envueltos en papel de crucigramas.
Empoemo las prosas con uvas en agraz,
--sarmientos bravíos en tierra de secano--;
aromo, con versos vestidos de malditos,
las lágrimas vertidas por los jardines públicos.
Visito diccionarios llamados a concilio
desde los aledaños de un prostíbulo;
hago lupanares con tela de arpillera,
burdeles insalubres en época de bullas y miserias.
Aterrado por los últimos temblores
me sumerjo en las sombras,
buscando la senda que conduce
a la Oculta Pagoda.
( Huidobro, desde el fondo de las páginas de un libro,
me mira y se sonroja).
Hoy me siento invadido por palideces de luna
--estañando un sol para los muertos---.
Recorro los arrabales del silencio.
Sostengo la mirada de las máscaras
mientras dentro de mí se van mezclando
los crujidos de espinas en el alma
con los gritos de un dios que ni comprendo ni me entiende.
Un dios ausente me redacta imposiciones o me impreca;
mientras me siento solo en el confín del tiempo,
del otro lado, más allá de la ribera,
en un difícil vado de río que no cesa.
No me quedan anaqueles que cobijen
manuales de naufragios, sopores ni sorpresas.
Y presiento ¡augurios de quimera!
a un Altazor que me aguarda en su dédalo de hiedra,
con gesto mordaz e inapelable.
Sugiere que vuelva atrás por el reloj de las esperas,
para volar con él en su paracaídas, y caer,
precipitadamente, en un lodazal de sangre y ciénaga.
Y he de caminar con él por el sendero oscuro
hacia la más oculta de todas las consciencias.
Emito seudópodos que exploran el entorno por si hallaran alguna calidez de luz y sólo encuentran desiertos de carámbanos.
La calle es un glaciar inerte, que no para ni muestra el sentido del camino.
Ni rastro de señales luminosas.
Incluso las ventanas a las que me acerco, ofrecen un horizonte cercenado por las rejas.
Está cerrada el ágora y el clima que la envuelve es una tibia linfa que asfixia y adormece.
Momentos de lucidez parecen dar alguna clave y es por ello que persevero y sigo.
Te busco a ti y te digo que tú también, antes del amanecer, buscabas transparencias que mostraran un rincón para el abrigo.
Una isla de intimidad para el contacto.
Un testimonio vivo.
Mas, tú, cierras los ojos y te muestras ausente.
Hoy me siento víctima de un fluir efímero, preñado de metáforas;
me nace un vendaval de imágenes sin hilo, sin Ariadna,
como racimos de ruidos que empañan los silencios.
Hoy me crece la duda incluso de mi mismo,
del ciego-necio filosofar con el que escribo.
Me duele ser un hombre
herido de palabras, sin palabras,
flores de plástico, maniquís de escaparate,
humo en revolución yendo despacio a un Septentrión amargo.
Apenas si amanece y ya me muestro terco perseguidor del invento de la nada.
No sé si sólo soy un verso en carne y hueso,
magro de médula y sustancia,
vespertino crepúsculo de tripas y nostalgias.
Un charlatán que vende abalorios envueltos en papel de crucigramas.
Empoemo las prosas con uvas en agraz,
--sarmientos bravíos en tierra de secano--;
aromo, con versos vestidos de malditos,
las lágrimas vertidas por los jardines públicos.
Visito diccionarios llamados a concilio
desde los aledaños de un prostíbulo;
hago lupanares con tela de arpillera,
burdeles insalubres en época de bullas y miserias.
Aterrado por los últimos temblores
me sumerjo en las sombras,
buscando la senda que conduce
a la Oculta Pagoda.
( Huidobro, desde el fondo de las páginas de un libro,
me mira y se sonroja).
Hoy me siento invadido por palideces de luna
--estañando un sol para los muertos---.
Recorro los arrabales del silencio.
Sostengo la mirada de las máscaras
mientras dentro de mí se van mezclando
los crujidos de espinas en el alma
con los gritos de un dios que ni comprendo ni me entiende.
Un dios ausente me redacta imposiciones o me impreca;
mientras me siento solo en el confín del tiempo,
del otro lado, más allá de la ribera,
en un difícil vado de río que no cesa.
No me quedan anaqueles que cobijen
manuales de naufragios, sopores ni sorpresas.
Y presiento ¡augurios de quimera!
a un Altazor que me aguarda en su dédalo de hiedra,
con gesto mordaz e inapelable.
Sugiere que vuelva atrás por el reloj de las esperas,
para volar con él en su paracaídas, y caer,
precipitadamente, en un lodazal de sangre y ciénaga.
Y he de caminar con él por el sendero oscuro
hacia la más oculta de todas las consciencias.
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