Ha llegado la navidad al barrio, al pueblo, a la ciudad...
Las calles se iluminan cada atardecer, cuando el sol se esconde y brillan con los reflejos que las miles de bombillas dejan en el pavimento mojado por la lluvia. Son días de frío, las gentes se abrigan para guardar cola en las filas interminables de algunas tiendas y locales de lotería. Se ve la prisa como una acompañante fiel de quienes van a los regalos, a las viandas, a los rosarios y a las misas. La felicidad se esconde en los empujones y avalanchas de los grandes almacenes, en los autobuses repletos y en los taxis ocupados de continúo con los que tienen más prisa y sufren en los atascos rutinarios del centro de la villa. La navidad se ha hecho señora. Se pasea entre nosotros importante y quizás, como hace tiempo, amorosa. Amorosa y alegre y, hasta cierto punto, feliz. Pero como todo lo que antes era de todos y era bueno, se lo llevó el Mercado y ahora nos lo vende.
La navidad ha llegado a la ciudad y las calles se cubren de mendigos. Unos tiene instrumentos que llenan de música el aire, otros piden de rodillas humillados, las hay que tienen niños dormidos en los brazos y estatuas de purpurina en donde mean, con educación, los perros de los ciudadanos. Ya ha llegado. Cientos de padres explicarán a sus hijos por qué los reyes de oriente dejaron sus zapatos vacíos en la noche mágica y no pasaron por el barrio. Podrán, con suerte, hacer un banquete con fruta casi buena, latas de conserva y yogures caducados, recogidos en la caridad de la basura del supermercado.
Todo esto es una parte importante del invierno y de la vida de cada uno. Sepamos estar bien, aunque no son buenos los tiempos y disfrutar, los que podamos, con aquel espíritu de antaño, el de antes de que nos lo quitara el Mercado.
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