miércoles, 9 de noviembre de 2011

SUSANA

Susana




Siempre quise haber sabido quien eras. Ha sido la incertidumbre que más me ha castigado durante el tiempo que ocupaste mis parcelas más intimas y que aun recorre como el duende de la desolación las extensas zonas en carne viva que dejaste tras tu ausencia.

Haberte encontrado un nombre para dejar de llamarte sin palabras, con aquella ansiedad solícita de tus labios de lengua bífida que me arrancaban aquellos dulces suspiros o, al encontrar al fin ese tendon, producían un inesperado gemido.

No supe como tratarte. No sé si debido al vértigo de comprobar cuanto nos separa o al pánico a lo que nos podría haber unido.

Así que nunca vi claro si eras un bello regalo desnudo y lascivo del cielo – de un Dios que me castigó obsequiándome con algo que le pedí en tantas noches de hastiada vigilia - que nada más me quedaba dormido se escabullía cerrando la puerta sin que yo la oiría. Como una premonición de un final que huye escalera abajo. Recortada por las sombras de un amanecer que escapa hacia delante como lo haría de una frase que nunca estuvimos seguros de saber pronunciar. Obligándome a compartir su premeditada soledad abandonado a la intangible presencia dejada por su olor entre los pliegues de las sábanas de mi cuerpo y a la evocación irreal de imágenes casi pornográficas. Montándonos a horcajadas. Cabalgando el delirio hasta agotados dejar caer los brazos abiertos sobre la húmeda redención del abrazo de dos bocas compartiendo su aliento exhausto.

O una diosa pagana, surgiendo recién nacida de entre sus propios fluidos que me ofrece en su aguabenditera para que humedezca las puntas de mis dedos y pueda escribir sobre mi paladar el génesis de una nueva generación de sensaciones. Que las palmas de mis manos intentan vestir acariciando la filigrana de su piel desnuda. Deidad a la que ya no me estaba permitido adorar y menos ambicionar. Inalcanzable como mendigar la felicidad eterna de volver a nacer y vivir sin un pasado en el que estaba de vuelta de casi todo cuando tus padres aun continuaban ignorando cual sería el sexo de su primogénito.






Tampoco despues he sabido hallar las palabras que me hubiera gustado susurrarte mientras caminaba dentro de ti, ni las que pronunciar cuando decidiste no volver a ser un pecado de ternura y de sangre, tan obvia como tu vulnerable mirada, que tanto me recordaba a la llama de una vela junto a una ventana abierta.

Quiza porque nunca comprendi que pretendiías de mí.

Si robarme el secreto que redima tus pueriles dudas sobre en quien no te quieres convertir, sonsacándome en quien soñé convertirme sin conseguirlo.

O obtener una dirección completa que te lleve lejos de las tareas de mi calle, como si realmente existiera algún lugar donde no cargar con la culpa de no equivocarse jamás.

O terminar de volverme loco. Como cuando pienso que hasta ti no había aceptado aún que ya estaba en mitad del páramo de esa edad en que aspirar a tener ilusiones es el mayor de los pecados, tanto o más que la necedad de los jóvenes que se comportan como viejos.

Esos viejos que se consuelan con el recuerdo de un último amor que se les escurrió con la facilidad con que tus cabellos escapan entre mis dedos. La misma con que tu cuerpo parecía girar entre ellos con la absoluta levedad de un hada, de una libélula azul sobrevolando las ruinas grises de una antigua civilización que despareció sin dejar huella. Transformada por la magia del momento en lo único vivo que respiraba sobre mi cama.



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