El poeta y la ciudad
1
Decidiste largarte de esta ciudad y puede que algún día también yo siga esa dirección
tal como lo planeaste.
Sin hacer incomodas maletas que arrastren más pesados escombros.
Con el mismo aire melancólico y mortecino del batir de alas de las gaviotas
cuando ingrávidas van al encuentro de los barcos
para que lleguen prendidos a sus mástiles los oxidados nubarrones
a esta ciudad equivocada.
En la que perpetuamente parece caer de lado una fina lluvia de mercurio,
orilla final de un continente, al borde de recaer en el martirio y a miles de kilómetros de la absolución.
Donde sólo se fracasa en vida, sede de todas las adicciones y esperma de todos los diagnósticos,
que silencia las voces obligándolas a masticar sus nudillos hasta convertir las bocas en muñones
y en la que, acabo de darme cuenta, me he quedado
sin cómplice.
2
Decidiste marcharte sin reparar en lo solo que me dejabas frente a esta ciudad
en la que nacimos de madres vírgenes
y, una vez echados los dientes, en la que copulamos en plena calle entre los cuerpos insepultos
de nuestros crímenes observando.
A los que un viento de otoño prematuro esparce como hojarasca
por las esquinas pidiendo lo suelto a cambio de devolverte al opio de un amor fingido.
Sobre los incómodos bancos de los parques durmiendo como ángeles derrocados
el sueño de creerse a salvo de no deber nada a nadie.
Al fondo de bares siempre oscuros y ruidosos, bebiendo solo en un rincón,
sujeto a una copa como una bola de cristal que siempre predice un futuro inaceptable.
Bajo el gris amanecer, en la doliente intemperie de caminar por los muelles tan vacíos de vida
como los bolsillos en los que sólo aciertan a entrar frías las manos.
Instante de reencuentro con una momentánea lucidez empeñada en hallar significado
a por qué en esta ciudad parece que siempre queda algo por suceder,
por qué echa la mano al cuello sin pestañear,
o por qué en los patios de las escuelas juegan en silencio, como escépticos ancianos,
niños que se encojen de hombros como si no tuvieran padres, mientras sus hermanos no nacidos,
huérfanos de promesas, se divierten corriendo y gritando despreocupados por las cloacas
vestidos de primera comunión.
3
Decidiste, solo y sin avisar como cuando se te cruzaba venir a verme, dejar esta ciudad
de ataúdes abiertos,
de casas medio derruidas en cuyas paredes al descubierto sigue aún colgado nuestro retrato.
Absurdo y abstracto como el de un pariente lejano, tan irreconocible como nuestro rostro
en el espejo borroso y polvoriento
de un tiempo tozudo que jamás permitirá que volvamos a ser vigorosos y excitados
de mirada retadora.
Descubriendo, como si camináramos descalzos, sus frías y húmedas calles,
sintiéndonos invulnerables y eternos.
Lo hiciste llevándote todo lo que sabes de mí y nunca me contaste.
Sin echar la vista atrás,
no fuera que contemplar como ardían volátiles las dimensiones del teatro te hubiera hecho olvidar
que para ti fue siempre más importante el argumento que las dimensiones del teatro.
Rugiendo por tus venas como gasolina en un camión de dieciséis ruedas lanzado por la autopista
a toda velocidad,
en mitad de la oscura calima de la ardiente noche, arrollando con los faros como ojos en éxtasis
enjambres de polillas desorientadas.
Ungido por la bendita locura de ser antes que nadie quien encuentre ese exilio de pétalos de amapola,
el parnaso en el que la palabra deja de deambular con sonido de pasos de un fantasma
metido en el pecho
y se reconcilia materializándose real en un ser vivo habitando la vida
eterno.
A Sergio Oiarzabal
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