Que se borre el sendero con mis huellas
y se extravié ese despreciable cartero,
Mercurio ateo y mercenario que en pos de mi rastro atravesó el sol
de las largas y lumínanoslas tardes de mi infancia
persiguiendo mi rastro caliente implacable hasta hoy día,
pisándome los pasos con el hueco eco
de calabozos cerrando sus puertas con un siniestro golpe tras de mí,
como si en vez de haber vivido
hubiera dedicado toda mi existencia a huir,
como si permanentemente haya habitado en un laberinto de adverbios.
Que pierda sus delgadas y suaves manos
en un milagroso accidente,
como cuando el viento arranca las velas a un barco
o hace desaparecer entre los otoñales montones de hojas
el destino de una constelación
atrapada hasta ahora en un puño cerrado
que se abre dejando caer que la vida fue una pérdida de tiempo.
Que un torbellino lo envuelva y lo desoriente.
Que el vendaval lo ciegue y lo persiga a él
confundiéndolo como la negra premonición
de un coche fúnebre intentando atropellarlo
si toma la decisión errónea de cruzar una calle.
Que Caronte sobornado únicamente con dos monedas falsas
se niegue a guiarlo hasta la orilla
donde me he dejado morir como las ballenas
y no consiga entregarme ese certificado con Dios por remitente,
que a él lo liberé y a mí me pesé más
que una nueva tarea al bueno de Sísifo
El firmamento tiene millones de ojos por los que nos observa,
pero como un ciclope la condenación una única puerta
en la que un rejuvenecido Mefisto me aguarda para solicitarme los papeles
y fingir como si no me oyera preguntar: “¿ Qué cielo hace hoy en el inferno?.
Ningún esforzado Homero narrara mi historia
pues mis sueños no son los de Ulises ni mi alma la de Fausto.
Sin embargo, este ensueño me parece haberlo tenido ya antes.
Era jueves, llovía…
Pero hasta ahora nunca el diablo,
que me hacía reverencias en la puerta como a los buenos clientes,
había tenido mi rostro.
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